¿Quién no ha oído todos
los años, cada 25 de diciembre, los lamentos de quienes acusan al mundo moderno
de haber privado de sentido la fiesta de la Navidad? Fiesta religiosa, en efecto, hoy se
reduce a un simple apogeo de la sociedad de consumo donde las familias gastan
lo que no tienen para subir después con mayor esfuerzo la célebre cuesta de
enero. Pero tales lamentos, que son ciertos, son no obstante incompletos.
De hecho, el sentido “original” de la fiesta de la Navidad empezó a perderse
hace siglos. Porque tal sentido no era la conmemoración del nacimiento de
Cristo, sino la promesa del retorno del Sol, algo que los europeos celebraban
muchos siglos antes de que el cristianismo se convirtiera en religión oficial
de nuestras gentes.
Las fechas no encajan
Todos nos hemos
preguntado alguna vez cómo es posible que el año, en la era cristiana, comience
el 1 de enero, aunque el nacimiento de Cristo, punto de partida teórico del
cómputo del tiempo en esta era, se haya fijado un 25 de diciembre. También es
común otra pregunta: ¿Cómo es posible que Jesús haya sido adorado por pastores
que custodiaban rebaños de ovejas, durmiendo al raso, en pleno mes de
diciembre? ¿Eran pastores suicidas? Estas incoherencias del relato navideño
cristiano suscitan siempre todo género de perplejidades. El hombre de hoy suele
despachar la contradicción encogiéndose de hombros o rechazando como “patraña”
la integridad del hecho navideño. Pero estos fáciles expedientes se complican
cuando constatamos que el 25 de diciembre era también una gran fiesta en el
mundo romano, y que la noche del 24 al 25 de diciembre marca asimismo el
solsticio de invierno, la noche más larga del año. La documentación histórica
hará el resto: descubriremos así que tras la Navidad se oculta una de las constantes más
profundas del alma de la cultura europea.
Al lector le sorprenderá
saber que la Iglesia
nunca creyó que Jesús naciera realmente el 25 de diciembre. De hecho, la fecha
exacta del nacimiento de Jesús es desconocida, porque en el Oriente antiguo no
se celebraban los cumpleaños y allí, generalmente, los padres no recuerdan
cuándo han nacido sus hijos. Se trata de costumbres que han durado hasta fecha
reciente: en los censos elaborados en el Oriente Medio tras la descolonización,
la mayor parte de los ciudadanos ignoraba su propia edad. Tampoco las
Escrituras ayudan a despejar la incógnita. El Evangelio canónico más
antiguo, que es el de Marcos, pasa completamente por alto la infancia de
Jesús. Mateo sitúa su nacimiento en Belén, según la profecía de Miqueas,
pero no nos especifica nada más. El prólogo añadido al Evangelio de Lucas,
donde se dice que “había en la región unos pastores que pernoctaban al raso y
de noche se turnaban velando sobre su rebaño” (2, 8), sugiere una fecha
primaveral. La tradición posterior de la gruta de pastores no se encuentra en
los evangelistas; parece que se refiere a un santuario del dios Adonis
tardíamente anexionado por la
Iglesia para su culto.
Nunca, pues, pudo la Iglesia primitiva fijar la
fecha exacta del nacimiento de Jesús. Existe constancia documental de que en el
siglo II hubo amplios debates sobre este punto, y de que se saldaron con las
afirmaciones más contradictorias. Clemente de Alejandría propuso la
fecha del 18 de noviembre; otros señalaron el 2 de abril, el 20 de abril, el 20
o el 21 de mayo… Ésta última era la apuesta de los cronólogos egipcios. Pero un
De Pascha Computus fechado en 243 afirma que la natividad se produjo el
28 de marzo. Los marcionitas, por su parte, negaron la mayor: Jesús había
descendido directamente del cielo y apareció en Cafarnaún ya como adulto,
durante el año 15 del reinado de Tiberio (Cf. Robert de Herté:
“Petit dictionnaire de Noël”, en Etudes & Recherches, 4-5, enero
1977).
Había motivos religiosos
y filosóficos que respaldaban la opción de quienes preferían dejar la cuestión
sin respuesta: por eso Orígenes, hacia el año 245, consideró
“inconveniente” ocuparse de festejar el nacimiento de Cristo “como si se
tratara de un rey o un faraón”. Sin embargo, en esa misma época estaban
apareciendo gran cantidad de protoevangelios y “evangelios de la infancia”, a
cada cual más fantástico, que disparaban la imaginación de los fieles.
Averiguar la fecha exacta de la natividad se había convertido en un problema de
primer orden, seguramente porque en aquel tiempo la doctrina cristiana empezaba
a configurarse como un corpus relativamente consolidado, obligado a no
dejar ni una sola pregunta sin solución.
La Epifanía de Osiris/Dionisos
Fue así como empezó a
aceptarse la propuesta formulada por los basilidianos de Egipto, una
secta gnóstica semi-cristiana, seguidora de las enseñanzas de Basílides
y que en la primera mitad del siglo II habían sugerido la fecha del 6 de enero.
Los cristianos de Siria y después todas las comunidades de Oriente respaldaron
la decisión. Pero, ¿por qué el 6 de enero? Porque esa fecha era ya, en el
oriente del Viejo Mundo, la de la
Epifanía (del griego epiphaneia, “aparición”) de
Osiris y de su correspondiente griego, Dionisos, y la continuidad de estos
dioses con Cristo era parte de la doctrina del mencionado gnóstico Basílides.
El 6 de enero era la
fecha de la bendición de los ríos en el culto de Dionisos, que los griegos
identificaron con el dios egipcio Osiris. Esta correspondencia venía
justificada por profundas afinidades rituales. La epifanía o aparición de
Dionisos tuvo lugar en la Isla
de Andros, donde, en la noche del 5 al 6 de enero, manaba un “vino milagroso”
que daba testimonio de la presencia invisible del dios. Respecto a la epifanía
de Osiris, que también se festejaba en la misma fecha (el 11 Tybi, es
decir, el 5/6 de enero), venía precedida por un periodo de duelo donde se
lloraba al dios muerto en la época del solsticio de invierno; luego reaparecía
Osiris y las aguas del Nilo se hacían vino. Todo el mundo greco-oriental
celebraba en esta fecha fiestas semejantes. La fuente sagrada de Dionisos
manaba vino también en el santuario de Teos.
Hay, además, una
importante presencia femenina en estas fiestas de la Epifanía. Bajo el
vino santo de Dionisos, Isis alumbraba a Harpócrates, el sol que volvía a
nacer. En la astrología de la alta antigüedad, el 6 de enero marcaba el momento
en que el sol salía por la constelación de la Virgen. En Alejandría
se celebraban ceremonias en el templo de la Virgen, el Koreión, pues la Virgen había dado a luz a
su hijo Aión, el Eterno, homólogo de Dionisos y Osiris. Este último rito es
particularmente interesante: tras una vigilia de plegarías, los fieles bajaban
a una cripta para retirar una estatua de un niño recién nacido que exhibía en
la frente, las manos y las rodillas, las marcas de una cruz y una estrella de
oro. Los fieles proclamaban: “La
Virgen ha dado a luz; ahora crecerá la luz”. La Virgen… El carácter sagrado
de la madre del Dios, ignorado y en ocasiones hasta negado en el ámbito
judeocristiano, es una aportación específicamente europea al universo religioso
del catolicismo. Isidro Palacios ha dedicado amplias páginas a
interpretar el significado profundo de la Dama (Apariciones de la Virgen, Temas de Hoy,
1994). Retengamos el dato, porque luego volveremos a toparnos con otras damas
que pueblan el paisaje navideño. Señalemos, para concluir este apartado, que
esta fiesta del alumbramiento de Aión tenía un carácter cívico: Alejandro
Magno había fundado Alejandría en el año —331 y, para asegurar la eternidad
de la ciudad, la había consagrado a Aión, el Eterno.
Es evidente que el triple
culto de Dionisos, Osiris y Aión determinó la opción de los basilidianos por el
6 de enero a la hora de fijar el nacimiento de Jesús, acontecimiento que en
aquella época era idéntico a la Epifanía. Máxime cuando a esa misma fecha, y por
el mismo motivo, se le atribuyen otros dos hechos milagrosos: el bautismo de
Jesús en aguas del Jordán y el episodio de las bodas de Caná con la transformación
del agua en vino. Estos episodios del culto cristiano guardan una clara
relación ritual con las ceremonias acuáticas en el Nilo de Osiris, que era
igualmente hijo de un dios y una mortal, como explica Luciano (Diálogos,
IX, 2), y con la tradición griega y egipcia que conmemora las nupcias del dios
solar y las aguas, incluida la transformación de éstas en vino. Pero no era
sólo cuestión de gnósticos, como los basilidianos. En el cristianismo oriental
de los primeros tiempos, la identificación de Cristo con el Sol es una
constante. Hacia el año 170, Melitón de Sardes, obispo de Lidia, había
comparado inequívocamente a Cristo con Helios, el dios Sol: “Si el Sol con las
estrellas y la Luna
se bañan en el océano, ¿cómo no iba Cristo a ser bautizado en el Jordán? El rey
del cielo, príncipe de la creación; el sol levante que apareció también ante
los muertos del Hades y los muertos de la Tierra, ha ido, como un verdadero Helios, hacia
las alturas del cielo”.
De manera que en siglo
IV, y empujado por la fuerza de esta memoria mítica, todo el Oriente cristiano
está ya celebrando el nacimiento de Jesús el 6 de enero. En 386 se ha decidido
oficialmente que las dos grandes fiestas cristianas son Pascua y Epifanía. Un
año antes, el papa Siricio, recién entronizado en la Silla de Pedro,
había calificado la fecha del 6 de enero como “Natalicia”.
Nos hallamos aquí en
presencia de un fenómeno que los antropólogos conocen por sincretismo, a
saber, la conjunción de dos o más rasgos culturales de origen diferente que dan
lugar a un nuevo hecho cultural. La
Europa suroriental de los primeros siglos de nuestra era,
donde confluían las tradiciones griega, egipcia y judeo-cristiana, junto a
muchas otras ramas de la religiosidad del oriente próximo, fue terreno abonado
para este género de fenómenos. Pero si el carácter sincrético de la Epifanía cristiana del 6
de Enero es evidente, igualmente lo será la otra gran tradición navideña: la de
celebrar el nacimiento de Jesús el 25 de diciembre.
La fiesta del Sol
Invicto
Efectivamente, mientras la Iglesia de Oriente adopta
el 6 de enero como fecha de la
Natividad, en el occidente de Europa se empieza a adoptar la
fecha del 25 de diciembre. Y también aquí el origen es pre-cristiano: en este
caso no Osiris ni Dionisos, sino Mitra, aquel dios solar de los persas,
seguramente derivado del Mitra indio, y que las legiones romanas trajeron a
Europa. El culto de Mitra, aunque se remonta a los siglos VII y VI, conoció un
formidable impulso en la Roma
del siglo II. De hecho, esta época conoció una dura competencia entre el
cristianismo y el mitraísmo, pues ambas, que compartían muchos elementos
comunes (la idea de redención, la salvación de las almas después de la muerte,
etc.) pugnaban por convertirse en la religión dominante de un Imperio que había
ya abandonado a sus viejos dioses. Y los mitraístas festejaban el renacimiento
de Mitra todos los años, el 25 de diciembre, justo en medio del periodo del
solsticio de invierno, después de las saturnalias romanas.
Además, hay que tener en
cuenta que en esta misma época los pueblos bárbaros —esto es, los nada o
poco romanizados— seguían celebrando en torno al 25 de diciembre sus viejos
ritos solsticiales. Así la
Iglesia consideró bueno operar en su provecho un hábil
sincretismo. ¿Acaso la Biblia
no llama al Mesías “el Sol de la justicia”, como escribió Malaquías?
En efecto, el 25 de
diciembre era en Roma la fiesta del Sol Invicto. Según cuenta Macrobio,
ese día los fieles se dirigían a un santuario de donde sacaban una divinidad
del Sol, representado como un niño recién nacido. Las enseñas del emperador Juliano
portaban el lema Soli Invicto. En el calendario de Philocalus, en
el año 354 (que, por cierto, fue descubierto y dado a conocer por Theodor
Mommsen), el 25 de diciembre se señalaba como Dies natalis Solis
invicti; junto a la primera mención del nacimiento de Cristo y la
indicación del nacimiento de Mitra. Y esta fecha, el día del sol invicto, venía
a coincidir también con la vieja tradición de la Europa precristiana de
celebrar el solsticio de invierno, que ha sido una de las fiestas más
importantes de los pueblos indoeuropeos y que como tal ha sobrevivido en todas
las culturas que éstos han creado.
El solsticio de invierno
marca el momento de las noches más largas del año; el sol parece estar a punto
de extinguirse. Este periodo dura doce noches, desde el 25 de diciembre hasta
el 6 de enero. Según la tradición, en este tiempo los reinos de los vivos y los
muertos entran en comunicación. Encontramos este motivo mítico en los celtas,
los griegos, los germanos y los indios védicos. Pero, lejos de significar un
tiempo de oscuridad, los antepasados de los europeos lo celebraban como anuncio
indudable del próximo retorno del Sol y del renacimiento de la vida que no
muere bajo el frío invernal.
Hoy se reconoce de forma
prácticamente unánime que fue la pre-existencia de esta fiesta pagana lo que
llevó a la Iglesia
a fijar el nacimiento de Cristo el 25 de diciembre. Escuchemos a Arthur
Weigall: “Esta nueva fecha fue elegida enteramente bajo influencia pagana.
Desde siempre había sido la del aniversario del sol, que se celebraba en muchos
países con gran alborozo. Tal elección parece habérsele impuesto a los
cristianos por hallarse éstos en la imposibilidad, ya fuera de suprimir una
costumbre tan antigua, ya fuera de impedir al pueblo que identificara el
nacimiento de Jesús con el del Sol. Así hubo que recurrir al artificio,
frecuentemente empleado y abiertamente admitido por la Iglesia, de dar una
significación cristiana a este rito pagano irreprimible” (Survivences
païennes dans le monde chrétien, París, 1934). Esta misma tesis es admitida
por numerosos autores cristianos. Credner, en 1833, señalaba: “Los
Padres transfirieron la conmemoración del 6 de enero al 25 de diciembre porque
la costumbre pagana quería que se celebrara en esta fecha el nacimiento del
Sol, encendiendo velas en signo de alegría, y porque los cristianos tomaban
parte en estos ritos y festejos. Cuando los doctores vieron cuán ligados
seguían los cristianos a esta fiesta, tomaron la decisión de hacer que la Natividad se celebrara
en este día” (“De natalitiorum Christi origine”, Zeitsch, Hist. Theol.,
III).
La fusión, no obstante,
presentaba sus riesgos desde el punto de vista doctrinal, porque la
identificación entre Cristo y el Sol llegaba, en las prédicas de los propios
padres, a extremos demasiado paganizantes. Así en el siglo IV San Efrén,
en su Himno a la Epifanía,
había desarrollado una explicación absolutamente solsticial del misterio
cristiano: “El Sol es victorioso y misterio son los pasos con que se eleva. Ved
que hay doce días desde que el sol se eleva en el cielo, y hoy henos aquí en el
décimotercer día. Símbolo perfecto del Hijo y sus Doce apóstoles. Vencidas las
tinieblas del invierno, para demostrar que Satán ha sido vencido. El Sol triunfa
para demostrar que el hijo único de Dios celebra su triunfo”. Este tipo de
interpretaciones se hicieron muy frecuentes en los primeros tiempos: la fiesta
del Sol todavía tenía más arraigo popular que la conmemoración de la Natividad. No es
extraño que San Agustín, en sus Sermones, suplicara a sus
contemporáneos que no reverenciaran el 25 de diciembre como día únicamente
consagrado al Sol, sino también en honor a Jesús.
Un testimonio más tardío,
el de Beda el Venerable, a principios del siglo VIII, nos ofrece
detalles muy concretos sobre cómo se aplicó el sincretismo cristiano sobre el
solsticio pagano. Así, en la Historia Ecclesiastica gentis Anglorum
del célebre monje benedictino, leemos que en el año 601 el papa Gregorio I
encomendó a los misioneros ingleses, sobre todo a Melitus y Agustín
de Cantorbery, desviar de su sentido originario las costumbres paganas más
arraigadas, y no combatirlas abiertamente: “No destruyais los santuarios donde
se sientan sus ídolos —explicaba el papa—, sino sólo los ídolos que están en
esos santuarios. Consagrad el agua traída a tales templos y levantad allí
altares… de forma que el pueblo, viendo que sus templos no son destruidos,
renuncie a sus errores y reconozca y adore al verdadero Dios. (…) Y si tienen
el hábito de sacrificar bueyes a los demonios, ofrecedles alguna celebración en
lugar de ese sacrificio… Que celebren fiestas religiosas y honren a Dios con
sus fiestas, de modo que puedan conservar sus placeres exteriores, pero estando
mejor dispuestos a recibir los gozos espirituales”.
La primera mención latina
del 25 de diciembre como fecha de la
Navidad se remonta al año 354. Sin embargo, no existe
constancia de que en tal época celebrara la Iglesia fiesta alguna. La tradición dice que la
fiesta de la Navidad
fue instituida por el papa Julio I, cabeza visible de la Iglesia entre 337 y 352,
pero no hay ningún documento que permita asegurarlo. Más probable parece que
fuera un poco más tarde, bajo el reinado del emperador de Occidente Honorio,
entre los años 395 y 423, cuando la Natividad del Señor el 25 de diciembre se
convirtió en fiesta religiosa, puesta en pie de igualdad con la Pascua y la Epifanía, quedando esta
última reducida únicamente al episodio de los reyes magos, y asimilándosele las
bodas de Caná y el bautismo en el Jordán. No obstante, ésto acontecía sólo en la Iglesia de Occidente,
porque en Oriente la Navidad
seguía celebrándose como Epifanía, el 6 de enero: existe constancia de que a
finales del siglo IV así ocurría en Chipre y en Jerusalén; Juan Crisóstomo,
en una de sus prédicas en Antioquía el día de Pentecostés, sólo cita tres
grandes fiestas cristianas, a saber, Epifanía, Pascua y el propio Pentecostés.
No será hasta el 440 cuando la
Iglesia decida oficialmente celebrar el nacimiento de Jesús
el 25 de diciembre. Aún así, ésta no constituirá fiesta obligatoria hasta que
así lo decida el Concilio de Agde, en el 506. Y habrá que esperar al año 529
para que el emperador Justiniano la implante como día festivo.
¿Quiénes eran los
Reyes Magos?
Es muy significativo el
hecho de que el paso de la
Navidad del 6 de enero al 25 de diciembre haya coincidido con
la implantación del cristianismo en Europa, su triunfo en Roma y el abandono
progresivo de los ritos orientales. Desde el año 450, el papa León Magno
había comenzado la revisión doctrinal al definir la Epifanía como “la fiesta
de los Magos”. En Milán, Ambrosio conmemorará el 6 de enero el bautismo
de Cristo. A principios del siglo V, en Italia, la Epifanía es llamada “la
fiesta de los tres milagros”: la adoración de los Magos, el bautismo en el
Jordán y la transformación del agua en vino.
La aparición de estos
personajes, los Reyes Magos o Magos de Oriente, merece mención aparte,
porque constituye también un claro ejemplo de sincretismo. Los Magos sólo
aparecen en el más tardío de los Evangelios sinópticos, que es el de Mateo.
Éste habla de “sabios”, en número indefinido, que acuden a Belén guiados por
una estrella milagrosa. Las connotaciones mitraístas del episodio son evidentes:
el empleo de la palabra magi (“magos”), de origen indoeuropeo, permite
descubrir una clara alusión a los sacerdotes persas, adoradores de Mitra;
éstos, en la época del nacimiento de Jesús, mantenían el culto en Jerusalén y
parecen haber gozado de una notable influencia; conviene saber, por otra parte,
que Mitra, nacido el 25 de diciembre, fue también adorado por pastores que le
llevaron ofrendas, es decir, el mismo episodio que encontramos en Lucas.
Respecto a la estrella, caben las hipótesis más dispares: desde la de que se
trata de un cometa hasta la propuesta por dos astrónomos franceses, Jean
Gagé y Franz Cumont, que la identificaron como el “pequeño rey” de
la constelación de Leo (el regulus de los romanos, el basilikos
de los griegos). Esta última tesis tiene la ventaja de coincidir con la
tradición irania: los persas atribuían a esta estrella la capacidad de
despertar vocaciones de realeza, e intervenía en el horóscopo que dibujaban los
sacerdotes para determinar el momento del nacimiento del rey cuando la
constelación entraba en el Sol. Las conexiones entre el episodio de los Magos y
la tradición persa no terminan aquí. En una versión árabe de los Evangelios
descubrimos el siguiente pasaje: “Ved cómo los magos vinieron de Oriente a
Jerusalén, según predijo Zoroastro”. El texto zoroástrico alude a un Mesías que
es Saushyant, el dios-salvador iraní, identificado más tarde con Mitra.
Los Evangelios no
dicen nada acerca del número, el nombre o la apariencia física de los Magos.
Los cristianos de Oriente decían que son doce. La tradición romana se quedará
con tres, a los que dará nombres fantásticos. El título de “Reyes” parece
haberse añadido tardíamente para que la tradición y el Evangelio concordaran
con las profecías judías: “Reyes serán tus ayos, y sus princesas tus nodrizas;
postrados ante tí, rostro a tierra, lamerán el polvo de tus pies” (Isaías,
49, 23). La leyenda se fue ampliando poco a poco, según esa ley de la memoria
de los pueblos que convierte el mito en realidad incontrovertible y que hace real
lo imaginario. Durante la
Edad Media los Reyes Magos despertarán una gran devoción. Se
supone que sus reliquias fueron trasladadas en el siglo VI desde Constantinopla
hasta Milán. En el año 1164, el emperador Federico Barbarroja las hizo
transportar a la catedral de Colonia, donde aún hoy reposan.
No obstante, y por
importante que fuera la fiesta de los Reyes Magos, la fecha del 6 de enero
quedaba notablemente disminuida respecto a la nueva fecha de la Navidad. Para
facilitar el cambio de fechas, la
Iglesia recurrirá a un desdoblamiento doctrinal: la Navidad, el 25 de
diciembre, conmemora el nacimiento físico de Jesús (natalis in carne); la Epifanía, el 6 de enero,
celebrará el “segundo nacimiento”, espiritual, de Cristo, simbolizada por el
bautismo en aguas del Jordán. Esto no dejará de producir violentos conflictos
entre las iglesias latina y oriental. Las comunidades de Siria y Armenia
declararán desde el primer momento su horror por la elección de un día como el
25 de diciembre, reconocido como marcadamente pagano: acusarán a los
“occidentales” de idolatría y seguirán fieles al 6 de enero, olvidando que esta
fecha, la escogida por los seguidores de Basílides, también era de origen
pagano.
En Europa la tradición
era poco a poco unificada, los viejos textos litúrgicos sobre la Epifanía eran
“corregidos” para encajar las innovaciones y los sacerdotes celebraban en
Cristo la lumen lumine (“luz de luz”, expresión retomada de la liturgia
mitraísta: “llama nacida de la llama”). Con el transcurrir del tiempo, siglos
más tarde, la Epifanía
irá perdiendo importancia en la
Iglesia de Occidente y quedará reducida al episodio de los
Magos, mientras que el bautismo en aguas del Jordán se transferirá al 13 de
enero. Recientemente, en 1972, la
Iglesia de Roma romperá una vez más la tradición y hará de la Epifanía una fiesta
móvil, para satisfacer “fines ecuménicos”. Mientras tanto, en Oriente, la Epifanía alcanzaba una
importancia que jamás conocerá en Occidente: en el imperio bizantino, el agua
de Epifanía será durante mucho tiempo bendecida y asperjada sobre los
fieles, costumbre ritual que no llegará a la iglesia latina hasta el siglo XV.
Todavía hoy, la Iglesia
armenia, sometida al rito jerosolomitano, rechaza la fecha del 25 de diciembre;
los cristianos coptos de Egipto aún celebran el 11 Tybi (6 de enero) el Aïd-el-Ghitas
o “fiesta de la inmersión”.
Esta actitud de rechazo
no será excepcional en la historia del cristianismo. Los maniqueos, por
ejemplo, siempre se negaron a reconocer la fecha del 25 de diciembre. Lo mismo
hicieron numerosos grupos protestantes. En la Inglaterra de Cromwell,
las celebraciones de Navidad fueron suprimidas por la violenta hostilidad de
los puritanos hacia todo cuanto pudiera recordar ese origen pagano. La Navidad no se restableció
hasta 1660, tras la restauración de Carlos II. En Escocia, la Navidad fue prohibida en
1583 y se arbitraron graves sanciones para quien la festejara. Todavía hoy,
numerosas sectas cristianas, como los Testigos de Jehová, rehusan celebrarla.
Supervivencia de los
ritos paganos
Señalemos que esta fobia
de tantas familias cristianas hacia la fiesta de la Navidad está completamente
justificada desde su punto de vista. La cristianización de la fiesta, aunque
profunda, no fue capaz de eliminar los rasgos eminentemente paganos del 25 de
diciembre. Para constatarlo basta con repasar los elementos rituales populares
que rodean a la
Navidad. Veremos así que todos ellos, en Europa, tienen un
origen innegablemente pagano.
Tomemos, por ejemplo, una
de las costumbres más típicamente navideñas: la del banquete. Para culminar la
cristianización del solsticio, la
Iglesia quiso hacer del periodo de Adviento (las cinco o seis
semanas, según el rito, previas a la
Navidad) un periodo de penitencia y ayuno. El papa Gregorio
Magno, a principios del siglo VII, predicó una serie de homilías en ese
sentido, pero su éxito fue muy limitado. El periodo de ayuno fue reduciéndose
poco a poco hasta quedar limitado a unos pocos días. Su carácter obligatorio
perdió fuerza y los propios papas se vieron obligados a tolerar su
transgresión, antes de que fuera definitivamente abolido por el nuevo código de
Derecho Canónico en 1918; en la
Iglesia de Oriente, por el contrario, su práctica sigue
siendo muy estricta. Y es que las semanas previas a la Navidad, en Europa, han
sido siempre un periodo de alegría y alborozo, de gozosa preparación a la
fiesta, sin carácter expiatorio. Tradicionalmente, el pueblo ha celebrado el
periodo de Adviento a partir del 11 de noviembre, San Martín, fecha (móvil, no
obstante) que tanto en Alemania como en España permanece vinculada a la matanza
del cerdo. El cerdo, de hecho, ha sido el manjar emblemático de la Navidad hasta que los
españoles introdujeron en Europa el pavo, procedente de México. Y así el adviento
pagano es una verdadera escalada gastronómica que culmina con los banquetes
solsticiales, los días 24 y 25 de diciembre, y con el apogeo de los dulces de
Navidad: todos los pueblos de Europa poseen sus propios dulces navideños, desde
los mazapanes y turrones españoles hasta los cognés de la Lorena, pasando por las keniolles
de Flandes y el plum pudding inglés. Es una costumbre antiquísima:
existe constancia documental de que en la Edad Media los vasallos ofrecían a sus señores
“panes de Navidad” en signo de fidelidad renovada.
Otro tanto cabe decir de
una estampa tan vinculada al periodo navideño como la de los niños que piden el
aguinaldo. El origen de esta palabra, aguinaldo, es un misterio. En castellano
antiguo se decía aguilando, y la Real Academia
Española lo hace derivar del latín hoc in anno. En francés se dice Au
gui l’an neuf; en dialecto gascón, aguilloné. Pero en bretón recibe
el nombre de aghinaneu, lo cual ha hecho pensar en un origen céltico del
término. Su campo semántico es siempre el mismo: un coro —ya de niños, ya de
pobres— que en los días de Navidad pide limosna de casa en casa. Hoy designa
especialmente el regalo que se ofrece a los grupos de escolares que recorren
los hogares durante el periodo navideño, y muy especiamente durante las doce
noches que dura el solsticio de Invierno, tocando música y cantando. Desde el
punto de vista antropológico se ha explicado numerosas veces su significado
social y “mágico”: en origen son un signo de buen augurio, porque los niños, al
recibir los regalos de la comunidad, aseguran la suerte durante el año que
entra; por eso existe también la superstición de que negarse a atender sus
peticiones trae mala suerte.
Tan inseparable de la Navidad como el aguinaldo
son los villancicos. Ésta es la denominación propiamente española, pero en
todas partes existen cantos específicos para este periodo del año. También aquí
la vieja costumbre pagana se impuso sobre las correcciones introducidas por los
teólogos. Existen vestigios de que los villancicos oficiales, en el siglo V,
eran cantados en latín y respondían a melodías profundas y solemnes. Éstos,
empero, fueron rápidamente sustituidos por los cantos populares, que reforzados
por su arraigo tradicional se reinstalaron en un universo religioso del que
habían sido excluidos. Así florecieron los villancicos en España, las Weihnachtslieder
alemanas, los carols ingleses, los chants de Noël franceses…
Todos vienen además caracterizados por el importante papel que en ellos juegan
los niños. Vencido el tabú eclesial, los villancicos llegaron a cantarse y
bailarse en las iglesias, hasta que tal costumbre fue proscrita en el siglo VII
por uno de los concilios de Toledo, verosímilmente el XIV, en 684 (por cierto
que el transformar las iglesias en escenario de los ritos populares
precristianos parece haber sido una costumbre muy arraigada: es sabido que en
España se celebraron corridas de toros en el interior de aquéllas). Pero es el
hecho que los villancicos siguieron en las calles y en los hogares de toda
Europa, siempre con sus ritmos alegres y acompañados por instrumentos populares
como la zambomba española, los caramillos ingleses o el Rummelpot
alemán.
Banquetes, aguinaldos,
villancicos… y regalos, por supuesto. ¿Qué sería una Navidad sin regalos? No
hace falta haber leído a Bataille para saber que el regalo es un símbolo
comunitario —y sagrado— de alegría puesta en común. Y a este respecto, el
paisaje es de lo más diverso. En los países donde el imaginario católico
medieval arraigó con mayor fuerza, como España, los Reyes Magos siguen siendo
los grandes protagonistas (ése es también el origen de otra bella tradición
típicamente española: el belenismo, o construcción de reproducciones
artísticas del imaginario portal de Belén). Pero es evidente que la práctica
del regalo navideño es anterior al cristianismo, a juzgar por la gran cantidad
de personajes que en estas fechas recorren los hogares.
Los que nos traen los
regalos
Uno de los más antiguos
dispensadores de regalos es, curiosamente, San Martín, el mismo que da
la señal para la matanza ritual del cerdo. Pero, según parece, este Martín no
tiene nada que ver con el viejo obispo militar de Tours (316-400), fundador del
monasterio de Ligugé, sino que la tradición popular ha utilizado su figura para
reencarnar en él a un personaje anterior, patrón de las fiestas del buen comer
y mejor beber, del que quedan evidentes huellas en los Martinsfeuer,
Martinhorn o Martinsmännchen de diferentes regiones alemanas. San
Martín da los regalos en Flandes y en algunas zonas rurales de Bélgica. Antaño
fue así también en Cataluña, y más concretamente en la región del Ampurdán,
según refiere Joan Amades: “Se decía a los niños que, al caer la noche,
llegaría San Martín vestido como un pobre y montado en un asno flaco y mugriento,
y que en la ventana de los niños buenos pondría castañas y otros frutos secos,
y en la ventana de los niños malos dejaría cenizas y las boñigas del asno” (Costumari
catalá, vol.7, p.711). El asno, por cierto, es también el animal que
acompaña a Frau Holle y a San Nicolás.
Y este San Nicolás, ya
que aquí aparece, nos da otra muestra de curiosa coincidencia entre los Países
Bajos y el Levante español. El San Nicolás de la hagiografía cristiana
es el antiguo obispo de Mira, en Asia Menor, en el siglo IV. Su fiesta, el 6 de
diciembre, es —o era— el gran día infantil de los regalos en gran parte de
Centroeuropa, donde la llegada de San Nicolás/Santa Claus marca el inicio del
periodo de Adviento. Una y otra figura, la del santo y la del dispensador de regalos,
responden, evidentemente, a orígenes distintos. Según explica F.X. Weiser,
“tras el nombre de Santa Claus se oculta la figura del dios pagano germánico
Thor, cuya leyenda ha pasado al viejo obispo en la presentación moderna de San
Nicolás… Para nuestros antepasados paganos, es el dios más alegre y mejor, que
nunca dañaba a los humanos, sino que los ayudaba y protegía. En cada casa se le
consagraba un lugar especial ante el altar, y se decía que descendía por la
chimenea en su elemento, el fuego” (Fetes et coutumes chrétiennes. De la
liturgie au folklore, Mame, 1961). Pero este origen germánico se complica
si tenemos en cuenta que, en la tradición popular de los Países Bajos, se dice
que San Nicolás viene de España. ¿Es sólo un recuerdo de la época imperial? El
antropólogo José Antonio Jáuregui, en conversación personal, nos confió
hace pocas fechas su descubrimiento de que hacia los siglos XV o XVI existía
pareja fiesta de San Nicolás en Valencia, lugar de escasísima presencia
germánica. ¿Es la misma fiesta? ¿Tal vez el actual San Nicolás centroeuropeo es
una mixtura de elementos germánicos y otros mediterráneos aportados por los
soldados españoles? Misterio. En todo caso, lo seguro es que no se trata del
obispo de Mira.
Una variante muy
interesante a este respecto es la que protagonizan las figuras femeninas. En el
norte de Italia goza de gran popularidad el Hada Befana; en ciertas regiones de
Francia, los regalos los trae la
Tante Arie; en Rusia, Babushka; en el sur de Alemania, el
hada Perchta (o Berchta) aparece durante la época del solsticio para proteger a
los niños. Es imposible no conectar estas damas con la Frau Holle alemana,
verosímilmente derivada a su vez, como ha demostrado Alain de Benoist,
de la vieja diosa de la tercera función Holda, encargada de la protección de
los niños y las mujeres. ¿Por qué tantas hadas y en lugares tan diferentes?
Volvamos al testimonio de Beda el Venerable: “Los antiguos pueblos de
Inglaterra hacen comenzar el año el 25 de diciembre, el día en que nosotros
celebramos el nacimiento del Señor, y esa misma noche que para nosotros es tan
sagrada, ellos la llaman modranecht (modra niht), es decir, la noche de
las madres”. Estas “madres” celebradas en Navidad, según interpretación hoy
comúnmente admitida, serían antiguas divinidades benefactoras que habrían
sobrevivido en los mencionados personajes navideños. El linaje precristiano de
esta figura quedaría confirmado por algunas de las leyendas que acompañan a
estas damas: así, de la
Babushka rusa se dice que en los primeros tiempos sufrió la
maldición de los obispos; también Frau Holle está vinculada al viejo rito de la
caza salvaje de Wotan, identificado por la Iglesia con el Diablo (rito del cual, por cierto,
existe un eco en la tradición gallega: el de los gigantescos jinetes que viven
en el fondo del valle de Monterrey, en Orense, y que el día del fin del mundo
saldrán con sus caballos librando descomunal batalla con los hombres de la
superficie; en otro momento nos ocuparemos de ésto).
Con todo, y a pesar del
enorme interés de esta presencia femenina en los regalos rituales navideños, la
figura predominante es masculina. La Babushka rusa va siempre acompañada (cuando no es
simplemente sustituida), por Frost, el hielo o “Padre Invierno”. Por cierto que
en la Borgoña
existe un homólogo suyo: el Padre Enero. En otros lugares, como en el
País Vasco, es el Olentzaro quien da los regalos; el Olentzaro entronca
directamente con las figuras aquí descritas, pero presenta una característica
muy particular: representado como un muñeco de paja o madera ataviado con la
vestimenta típica de los campesinos de la zona, al final es sin embargo
apaleado por la chiquillería. Detengámonos brevemente en este punto. Contra la
peculiaridad que algunos hermeneutas del vasquismo pretenden ver aquí, la
realidad es que este rito del apaleamiento del Olentzaro evoca innegablemente
las ceremonias de subversión e inversión características de las viejas
saturnalias romanas, que se corresponden con las “fiestas de los locos” de
otros lugares de Europa: los fuegos saturnales del 21 de diciembre; el “rey de
burlas” de las legiones romanas, el día 22 de diciembre; las mascaradas de
Deméter en Grecia, el 26 de diciembre; la fiesta de los Inocentes, superpuesta
tardíamente a la fiesta de los locos, el día 28; las Kalendas Ianuarias
del 1 de enero, condenadas por Isidoro de Sevilla por dar lugar a todo
tipo de excesos… Se trata del otro rostro de la Navidad: la fiesta
orgiástica, que permaneció durante mucho tiempo en las capas populares de la
comunidad, y que seguramente prolonga ritos previos a la llegada de los
indoeuropeos… no sólo en el País Vasco.
Pero estábamos en los
dispensadores de regalos. Y hoy en día, como es bien sabido, el mayor regalador
es Papá Noel, figura en la que confluyen los rasgos del paternalismo, la
bondad, el banquete y el descenso por la chimenea, entre otros elementos
característicos de las figuras antes mencionadas. Muchos piensan que la moda de
Papá Noel forma parte del colonialismo cultural norteamericano. Ésto es verdad
sólo por lo que respecta a los años recientes, porque, en realidad, Papá Noel
no es un invento norteamericano (allí se llama Santa Claus, y es también
importado de Europa), sino que procede de Alsacia. En 1871, tras la firma del
Tratado de Frankfurt que ponía fin a la guerra franco-alemana, en Alsacia y
Lorena se produjo una verdadera diáspora humana (y, por tanto, cultural) que
parece estar detrás de muchas actuales costumbres navideñas. Papá Noel es una
de ellas, aunque no falta quien le atribuye un origen normando.
Y el Árbol eterno
Donde no cabe duda alguna
del origen alsaciano es en otra de las grandes costumbres navideñas de nuestros
días: la del árbol de Navidad. Los primeros datos acerca de esta costumbre en
la época moderna datan de los años 1521 y 1539, y siempre circunscritos a esa
región de Europa. No se generalizará por todo el continente hasta el siglo XIX.
Ahora bien, aunque el rito en su forma actual sea de origen próximo, el tema
del árbol ligado a la fiesta del solsticio parece ser antiquísimo. J. Lefftz
lo hace remontar al paganismo antiguo (Elsässischer Dorfbilder, Wörth,
1960). Parece claro que no hay ningún rastro cristiano en él. En la simbólica
cristiana, el único árbol conocido es el árbol del jardín del Edén, del que
Adán comió el fruto prohibido, desobedeciendo a Yahvé. Por el contrario,
algunos datos de la vieja Irlanda y sobre todo de Escandinavia permiten
remontar esta costumbre a un viejo culto al árbol germánico. Hoy se admite, con
M. Chabot, que “en los tiempos paganos, en las fiestas de Jul,
celebradas a finales de diciembre en honor del retorno de la Tierra hacia el Sol, se
plantaba ante la casa un abeto del que colgaban antorchas y cintas de colores” (La
nuit de Noël dans tous les pays, Pithiviers, 1907). Pero el árbol no
aparece sólo en la tradición germánica: gracias a Virgilio sabemos que
en Roma, durante el periodo de las saturnalias, se colgaba en plaza pública un
árbol cargado de juguetes.
Nos hallamos aquí en
presencia de otro elemento inseparable de la mentalidad mítica europea: el
árbol como símbolo sagrado, como eje o pilar del mundo; un árbol que para los
celtas era una encina o un roble, un fresno para los escandinavos (el famoso
fresno Yggdrasill) y un tilo para los germanos. El árbol, con su
impresionante estructura, sus hojas, su tronco y sus raíces, es una
representación del cosmos y de su organización; pone en contacto los diferentes
niveles del mundo (el cielo, la superficie y el reino subterráneo); une el
presente, el pasado y el futuro, y liga al hombre con su linaje y su devenir.
Vínculo de lo continuo y lo discontinuo, representa la vida que nunca acaba y
por eso es símbolo de la regeneración perpetua de la vida. Exactamente del
mismo modo que el solsticio de invierno da testimonio del renacimiento eterno
del sol. Árbol y Navidad, por tanto, mantienen entre sí una comunión de
significados. No es extraño que uno y otra comparezcan al mismo tiempo en
presencia de los hombres.
Esto es, en fin, desde la
fecha hasta el árbol, desde los villancicos hasta los regalos, la Navidad: un antiguo rito
pagano, hondamente religioso (sólo los ignorantes pueden negar la existencia de
una religiosidad pagana), que el cristianismo, en Europa, adoptó con toda
naturalidad, generalmente forzada por el sentido popular de lo sagrado, del
mismo modo que el catolicismo europeo hizo suyos gran número de elementos
rituales y significados sacros de los pueblos que llenaban este continente
antes de que hiciera su aparición Jesús de Nazaret. Tienen razón quienes hoy se
lamentan por la pérdida del sentido originario de la Navidad. Pero no por
esa presunta “paganización” que tanto denuncian los curas —ésta ha existido
siempre, mucho antes de que el cristianismo hiciera acto de presencia—, sino
por la comercialización rampante de los usos navideños. No es el Sol Invicto
quien va a matar a Jesús (ni viceversa) el 25 de diciembre, sino que es Mammon,
aquel dios abyecto del dinero que tanto execrara Ezra Pound, quien
parece haber exterminado a los dos. Quizás ocurre que para los pueblos europeos
el Sol ya se ha puesto definitivamente en un solsticio apocalíptico; nunca más
volverá a salir.
Pero, no, el Sol siempre
vuelve a salir; el Sol volverá. Éso es lo que significa la Navidad. Y ésto es lo
que algunos, fieles a todas nuestras raíces, hemos celebrado estos últimos
días.
(Artículo de Alfredo
Martorell, publicado en la revista Hespérides, en su número 12, en
Invierno de 1997)
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